A la hora de hablar de la estética en el videojuego tenemos que tener en cuenta dos factores. El primero, ¿qué es la estética? El segundo, ¿qué es el videojuego, y por qué se relaciona con la estética? La estética, primordialmente, es el estudio de la percepción de la belleza. Procede del vocablo griego αἰσθητική [aisthetikê], ‘sensación’, ‘percepción’, y este de αἴσθησις [aísthesis], ‘sensación’, ‘sensibilidad’; y con el paso del tiempo su acepción ha ido popularizándose para abarcar cada vez más campos del conocimiento. Por su parte, el videojuego es un juego de vídeo en el cual una o más personas interactúan mediante una plataforma y un controlador con el vídeo que esta muestra.
¿Por qué se relaciona con la estética? Si bien en un primer momento el concepto del videojuego era puramente de entretenimiento, como bien reflejan las primeras recreativas en las cuales la estética figuraba únicamente de cara a lo llamativo, después fue revalorizándose. Dentro del propio juego priorizaban los colores chillones (también por la combinación de colores RGB que en ese momento podía utilizarse a nivel de programación, todo sea dicho) y fuera, también. Las propias recreativas reflejaban esos mismos tonos chillones, que buscaban la atención de un público primordialmente joven. Es decir, la parte estética se utilizaba como una mera llamada, olvidando la idea inicial de la estética, la búsqueda de la belleza y lo atractivo. La estética tiene un compromiso con lo actual, con la modernidad y postmodernidad, continuando con suave fluidez las fluctuaciones de la sensibilidad, como bien reflejaban Kant en su idea de la crítica viva, o Baudelaire en El pintor de la vida moderna.
Poco a poco, la evolución de la capacidad del ser humano con respecto a la programación de videojuegos ha permitido la evolución del mismo en consonancia a un sentido estético que actualmente se presenta tan fuerte que el apartado gráfico es uno de los puntos más habituales de análisis de las nuevas entregas. Esta evolución ha sido rápida e intensa: en tan solo 50 años la repercusión del fenómeno del videojuego tanto a nivel demográfico como económico es un hit que, por el momento, ningún otro fenómeno ha batido.
A nivel demográfico, actualmente más del 25,4% de los adultos europeos, o más bien residentes en Europa, son activos jugadores de videojuegos (ISFE, Interactive Software Federation of Europe)… es decir, más de 95 millones de personas participan activamente en una dinámica que se creó pensando en la gente joven, desde niños hasta veinteañeros.
El crecimiento demográfico del videojuego se puede apreciar también en la tipología de los videojuegos que generan más ventas a nivel anual. Sin ir más lejos, Grand Theft Auto V (Rockstar Games) generó, en su primer día de ventas, $800.000.000: y, como todos sabemos, no es precisamente un videojuego que regales a tu sobrino de cinco años, siempre y cuando no quieras que aprenda desde pequeño a saltarse las normas de conducción y el código ético-moral.
Así pues, ¿por qué han alcanzado una posición tan privilegiada los videojuegos en tan poco tiempo? ¿Cuál, de todos sus factores, es el que ha llevado al videojuego a esta cumbre? A nuestro parecer, el videojuego pertenece al género cultural y de entretenimiento, y como todo género cultural, tiene una gran base estética. Es puramente primario: nos sentimos atraídos por lo bello, lo estético y canónico genera filias en el ser humano que le llevan directo a ello. No hay más que ver a ciertos animales, como la mantis religiosa o la viuda negra, que utilizan sus componentes estéticos para atraer a sus presas. Ya sabéis lo que se dice, cuánto más bonito es un insecto, más peligroso.
El videojuego, durante mucho tiempo, no fue considerado como nada más allá de un método de entretenimiento. Durante su corta vida ha pasado por grandes fases, y una de ellas sentó los principios de todo el debate teórico que ha acarreado hasta la fecha: la segunda crisis. ¿Los videojuegos pueden condicionar la conducta de los niños y provocarles el instinto violento? Fueron tanto psicólogos como padres los que en 1993 consiguieron una audiencia del Senado de EEUU de cara a analizar esta posibilidad, que si bien después no tuvo mayor repercusión, sí llegó a generar un interés mediático tan importante que denigró los videojuegos.
Importante cuestión: sí, tenían razón en una pequeña parte de su discurso. Los videojuegos pueden afectar al desarrollo de un niño, e incluso de un adulto, e influir en sus códigos morales, sus decisiones y su visión de la vida. Correcto. Lo cual no es en absoluto algo malo… porque si lo fuera, ¿deberíamos entonces quemar todos los libros? Ridículo. Es obvio que si educas a un niño con videojuegos que están enfocados a un público adulto, ya totalmente desarrollado, y por tanto con un contenido que se califica de +16 o +18, la influencia que va a recibir no va a ser una enfocada a su edad y su desarrollo. Si vamos a condenar los videojuegos por la existencia de violencia, sexo o crudeza dentro de los mismos, no permitamos que nuestros hijos estén presentes durante el telediario, cuando se hable de las violaciones y los asesinatos que hayan ocurrido en las veinticuatro horas pasadas. Mucho menos, por supuesto, les permitamos ver películas pasadas las nueve de la noche, fuera del consabido horario infantil. La responsabilidad no es de los videojuegos: es de los padres.
Volviendo a la idea del videojuego como ente estético en primera instancia, hemos de decir que la noción general del videojuego como entretenimiento no es, efectivamente, incorrecta, si bien no debemos quedarnos solo en los videojuegos más comerciales o destinados a un gran público, aunque tampoco es en absoluto despreciable el componente estético de los mismos: si su apartado gráfico no fuera atrayente, sus ventas no serían tales. La sociedad actual valora lo estético, porque lo bonito da caché, aunque en muchas ocasiones la educación otorgada en cuestiones estéticas no sea la suficiente como para valorarlo en su real medida.
No solo encontramos un desprecio por el gran público acerca de situar a los videojuegos en un pedestal cercano al de las grandes artes. De hecho, ese desprecio es casi ínfimo en comparación con el que podemos encontrar dentro del propio sector del arte. Tan arraigada encontramos la creencia de las siete artes, ocho con el cine, que hablar siquiera del videojuego como una novena o décima ya provoca que los estudiosos más clasicistas se echen las manos a la cabeza. Aunque he de decir que también ocurrió en el siglo XX con el propio cine, pero eso ya es otra cuestión.
Es cierto que la manera de interactuar con los videojuegos es realmente similar a la manera de interactuar con el arte. El problema radica en que por norma general el primer contacto con el videojuego acaba generándose en un ambiente contaminado por los videojuegos de masas, los cuales si bien tienen un componente estético innegable, no es suficiente como para que el grueso de la comunidad estética lo tome realmente en cuenta. Y entonces, entre este detalle y la comunidad que suele destacar en este tipo de títulos (hablando, por ejemplo, de Call of Duty o FIFA), se genera el desprecio y una serie de prejuicios que después se vuelven complicados de eliminar.
Realmente, en este tipo de entregas las novedades suelen repercutir principalmente en mismas fórmulas con un argumento diferente, algún nuevo detalle en cuanto a la jugabilidad y un motor gráfico más potente que provoca que necesitemos aún más recursos para poder jugar a una entrega más de una saga interminable que, al fin y al cabo, es siempre lo mismo en esencia.
Deberíamos, quizá, diferenciar a los videojuegos en función de la necesidad que cumplan: bien la de jugar por jugar, cumplir con una función de entretenimiento, o bien generar un espacio sensitivo tan intenso que sea comparable con la visión de una obra de arte, con el fenómeno visual que vivimos en un museo o una entidad artística.
Uno de los videojuegos que siempre se han vinculado de manera más intensa con esta fenomenología estética es Silent Hill, de 1999 (sí, no es necesario avanzar tanto en el tiempo para encontrar ejemplos estéticos reseñables), que se inspiró gráficamente directamente de obras de Francis Bacon, especialmente al nivel de los monstruos, que eran realmente los propios demonios del protagonista, Harry Mason, que le perseguían por los confines del pueblo. Igualmente, no es solo el apartado gráfico el que puede destacar de manera brutal de cara a una experiencia estética. La música, la banda sonora de un videojuego, ha demostrado en un sinfín de ocasiones que puede igualar, e incluso superar, a las grandes bandas sonoras del cine. Una de las más destacadas fue la de Final Fantasy VII (1997), obra de Nobuo Uematsu que ha sido trasladada y adaptada en varias ocasiones a orquesta, situándola a un nivel claramente alto en la escala estética – sensitiva.
Incluso de esta manera, no podemos considerar que Silent Hill o Final Fantasy VII sean arte. ¿Por qué, si la comparación en materia estética es clara y está presente? Ambos juegos poseen una serie de componentes que se alinean con la estética y muestran, claramente, una presencia artística fuerte en el sector, que poco a poco crece con más ahínco e intensidad. Aún así, la problemática del videojuego es, en esencia, el entretenimiento. Si nos parásemos a tomar una captura del estado de la cuestión del videojuego a día de hoy (algo que sin duda alguien estará haciendo paralelamente, y que es claramente necesario), encontraríamos que su proceso de creación y su destino final están íntimamente ligados a la satisfacción del cliente, y esta por norma general está vinculada a la correcta jugabilidad del videojuego. De hecho, por norma, ni siquiera se exige por parte del público un argumento emocionante, ni un detallismo llamativo, ni siquiera una jugabilidad mínimamente compleja (los adictos a sufrir ya tienen destinada la saga Dark Souls, el resto de los mortales acuden a videojuegos más simples). Por supuesto, no se puede generalizar a todos los niveles: igual que comentamos sobre Dark Souls a nivel de jugabilidad compleja, encontramos preciosidades a nivel gráfico que hacen las delicias de algunos jugadores.
En cuanto a los videojuegos dedicados a la experiencia estética por encima de la jugabilidad, encontramos varios ejemplos que ilustran bien cuál es nuestra idea sobre ello. Uno de los títulos más representativos es Limbo (Playdead), un juego de 2010 basado en el cine noir, absolutamente centrado en el terror. Se muestra como negro sobre blanco, a modo de juego de luces y sombras sobre una pared, dando cierto aspecto de sueño que se torna en pesadilla para cumplir aún más con la expectativa de terror. Es sencillo, simple y claro, y tanto la jugabilidad como la intencionalidad temática del título vienen de la mano de una estética que termina por conformar toda la experiencia del jugador, de una manera magistral. La luz que rompe las sombras es la clave para culminar el juego, pudiendo salir de la pesadilla que conforma Limbo. Personalmente, tiene una fuerte similitud atmosférica con Nada, obra literaria de Carmen Laforet, que palabra tras palabra tiene la vocación y maldición de crear una sensación de angustia y ahogo, de gris insondable que nos cierra y avoca a un pozo tan oscuro como la mayor parte de Limbo.
No es el único, en Journey (Thatgamecompany), de 2012, encontramos una obra que realmente, como ya pasó con Limbo, tiene auténticas pretensiones artísticas, buscando esa experiencia estética por encima de la propia jugabilidad. Los objetivos no se marcan, no se busca llegar a uno u otro punto, si no que se expresa mediante la estética y la evolución de la misma, con una jugabilidad quizá excesivamente sencilla que puede crear la problemática errónea de relacionar juegos potencialmente estéticos con la necesidad de una jugabilidad simple.
Realmente, el peso narrativo ni siquiera se centra en los personajes. Son los escenarios los que poseen el auténtico valor, relegando a los que debieran ser los protagonistas a la mínima, de forma similar a lo que ocurrió en Limbo, solo que entonces era la monocromía, no los escenarios.
Pero sin duda alguna, la apoteosis en esta narrativa estética que estamos teniendo el placer de contemplar es Child of Light (Ubisoft Montreal), con una princesa que a todos los que hemos crecido con Disney no puede por menos que sonarnos: Aurora. El comienzo es digno de cine, la sutileza, el cariño y los colores son absolutamente atrayentes. Es delicioso, en una sola palabra. El punto acuarelado que caracteriza Child of Light está muy colonizado por los tonos más ocres y oscuros, dándonos a entender el grueso de la obra: Lemuria está siendo atrapada por la oscuridad, y Aurora, haciendo honor a su nombre, debe ser la luz que les guíe. En una narrativa que podría parecer que se asemeja a Limbo, encontramos una estética absolutamente diferente, en la que reinan los colores y el tono pelirrojo de los cabellos de Aurora nos acompaña durante todo el viaje.
Inevitablemente, es deber mencionar The Last of Us (Naughty Dog). Con una estética postapocalíptica, como no podría ser de otra manera, se desliga de los tres títulos ya mencionados porque no sacrifica la jugabilidad clásica a favor de la belleza estética. Simplemente, las aúna mediante un apartado gráfico y sonoro bien estudiados y aprovechados. La caída de las ciudades ha sido bien planteada, con un dominio de la vegetación por encima del ser humano que ya aporta ese toque de belleza salvaje, que como decíamos antes, es atrayente hasta el extremo porque es un impulso meramente primario. Muchos consideran The Last of Us más una película antes que un videojuego, y no se puede negar. Es cierto que es sobresaliente su tratamiento cinematográfico y el trabajo del inestimable director de fotografía, que le aportan una sutileza que lo distancia considerablemente del resto de videojuegos que tratan el tema postapocalíptico… o lo hacía, hasta que este año nació Horizon Zero Dawn, cuya estética y planteamiento visual pueden lidiar perfectamente con The Last of Us.
Hemos de tener en cuenta dos vertientes del videojuego: la primera, protagonizada por la industria más clásica y típica, ya coronada y estandarizada; la segunda, protagonizada por las nuevas compañías de creación, llamadas indies, como abreviatura de desarrolladores independientes.
Respecto a la gran industria, vemos a gigantes de los videojuegos como Hideo Kojima que respaldan esta teoría de que los videojuegos son, a grandes rasgos, experiencias jugables en las que la parte estética es una función adyacente sin importancia real en definitiva. Claramente, tal y como precisó en 2012, la experiencia creativa de un videojuego y la experiencia creativa de una obra de arte son diferentes, principalmente porque si bien una obra de arte puede elegir contar con la tecnología de cara a su realización, el videojuego se ve obligado a utilizar la tecnología casi como única herramienta para este proceso creativo.
¿Es esto algo negativo?
Continuará.