Se dice que los elegidos del maná nacen con un cristal Cruxis en la mano. Esto no es del todo cierto. Desde hace cuatro milenios, la iglesia de Martel se encarga de controlar tanto los matrimonios como los partos, en su incesante búsqueda de un recipiente perfecto para su Diosa. Los padres de dichos elegidos suelen aceptar su destino, movidos sin duda por su fe. Sin embargo, existen ocasiones, excepciones dentro de la regla, en las que se revuelven y luchan hasta el final. Esta es la historia de una de ellas.
Frank entró en casa tras un duro día sementando el huerto de Iselia, la aldea del oráculo. Una villa pequeña, de apenas media docena de casas y una veintena de habitantes. En el pasado había sido mucho más grande, pero los múltiples ataques de los Desianos terminaron minando tanto el número de edificios como el de habitantes. Cuando alguien era llevado a la granja, sus familiares solían mantener sus habitaciones intactas durante unos meses, un par de años quizá, pero, al final, acababan por sucumbir a la evidencia de que jamás volverían a ver a sus seres queridos, si es que ellos mismos no acababan sus días también en la granja. Así pues, la cantidad de comida necesaria para alimentar a la población había decrecido con el paso del tiempo, hasta el punto de que una sola persona podía encargarse del asunto. De hecho, una persona diferente se encargaba de la tarea cada día, salvo por el alcalde, que estaba ocupado visitando la granja para asegurarse de cumplir las exigencias desianas y, de esta manera, mantener intacto el pacto de no agresión. Todos en Iselia sabían que eso resultaba una humillación constante para el alcalde, que no tenía otro remedio que agachar la cabeza y obedecer. A Frank le preocupaba que las constantes heridas al orgullo del alcalde terminasen por convertirlo en una persona gris, pero eso era algo que escapaba a su control.
Frank saludó y besó a su mujer, Nicolette, que esperaba a su hijo desde hacía un par de meses. Si el bebé era un niño se llamaría Frank, como su padre, mientras que, si era una niña, se llamaría Colette. Murmullos provenientes del exterior se colaron en la casa. Frank pensó que los Desianos ya estaban una vez más en la aldea. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando unos nudillos llamaron a la puerta.
Cuando Frank abrió la puerta, se quedó de piedra. Quien se presentaba ante ellos no era un Desiano, sino un hombre vestido de verde, de cabello rubio y largas alas blancas. Un ángel.
—Mi nombre es Remiel. La criatura que espera tu esposa es mía —dijo.
—¿Quieres decir que el bebé…?
—Es el próximo elegido del maná.
Remiel regresó siete meses más tarde para acompañar a Nicolette al templo de Martel. Ella no quiso negarse, pues veía a su hija como un símbolo de esperanza, un horizonte que dibujaba un futuro mejor, sin Desianos ni granjas humanas. Frank no podía negarse. ¿Quién osaría contradecir a la iglesia de Martel, símbolo de prosperidad?
Nicolette echó a andar detrás de Remiel, que avanzaba volando a ras del suelo.
—Disculpe mi atrevimiento, pero, ¿podríamos ir un poco más lento? No puedo seguir su ritmo.
—Ya queda poco. No quiero que te pongas de parto por el camino —replicó Remiel.
—Pensaba que ustedes sabían todas esas cosas.
—En ocasiones los designios de la diosa Martel no son claros.
Ambos siguieron avanzando hacia el templo. Los monstruos salvajes salían despavoridos en cuanto hacían contacto visual con el ángel. Nicolette pensó que su aura sagrada los debía mantener alejados y se preguntó si su bebé llegaría a blandir un poder similar algún día.
El templo de Martel era una capilla que por fuera parecía más pequeña de lo que era por dentro. Solo podían acceder a ella los sacerdotes, los ángeles y los elegidos, es decir, tenían prohibida la entrada toda persona ajena a la iglesia salvo por contadas excepciones. Delante de la capilla había una extensa escalinata que Remiel sobrevoló sin problema. Nicolette subió a su propio ritmo, agarrándose al pasamanos y, para sorpresa de Remiel, sin pedir en ningún momento la ayuda de este.
—Casi hemos llegado —dijo cuando Nicolette le alcanzó.
Remiel la guió hasta un «teletransportador». Normalmente hubiera llevado a la sala del altar, donde los elegidos recibían el oráculo, pero esta vez había sido programado para ir a Welgaia, una ciudad repleta de ángeles flotando de un lado a otro bajo un manto de estrellas. En Welgaia, las puertas se abrían por sí solas y algo que Nicolette solo podría describir como alfombras vivientes transportaban cajas, mobiliario o, en este caso, visitantes. Remiel la acompañó hasta una sala blanca que desprendía olor a desinfectante, un aroma desconocido para Nicolette. En el centro había una cápsula de color azul verdoso. Junto a ella, una mesa con instrumental quirúrgico. Dos ángeles le indicaron que se metiera dentro. Al hacerlo, la cápsula se giró hasta colocarse horizontalmente y, unos segundos después, Nicolette empezó a sentir los dolores propios del parto.
—¡Empuja! ¡Empuja! —repetía uno de los ángeles.
Tras mucho esfuerzo, sangre, sudor y lágrimas, Nicolette dio a luz a su bebé. Una niña rubia de ojos azules. Colette. Uno de los ángeles cogió a la recién nacida en brazos y se la entregó a Remiel.
—Lord Yggdrasill estará satisfecho. Buen trabajo.
Nicolette observó la escena boquiabierta. Remiel salió de la sala antes de que pudiera decir nada y, de pronto, una sensación invadió todo su cuerpo. Una premonición o, más bien, un mal presentimiento. El presentimiento de que, si no actuaba, jamás volvería a ver a Colette. Nicolette se levantó de la cápsula, jadeando de extenuación. Los ángeles le cerraron el paso.
—¿Adónde os lleváis a mi hija?
—Ya no es tu hija, forma de vida inferior —respondió uno de los «ángeles».
Nicolette agarró un bisturí de la mesilla y apuñaló a uno de los ángeles en la cara sin titubear. La sangre brotó a borbotones de la mejilla del ángel, que se retorció de dolor al mismo tiempo que se llevaba la mano la cara. Su compañero trató de auxiliarle, momento que Nicolette aprovechó para echar a correr fuera de la sala y perseguir a Remiel.
Decenas de ángeles posaron su mirada en ella, atónitos. La última vez que alguien había ofrecido resistencia era tan lejano que ninguno de los habitantes de Welgaia la recordaba. Solo un ángel vestido con una armadura negra y un casco reaccionó.
—¡Que no escape!
Nicolette echó a correr sujetando el bisturí con ambas manos, pese a estar tan cansada que se le nublaba la vista. Recorrió la cinta transportadora esquivando al ángel oscuro e hiriendo a algunos más. Nicolette logró avanzar hasta una plataforma móvil que conducía a otro teletransportador, pero este se activó antes de que lo pudiera usar. Remiel apareció ante ella. No se veía a Colette por ninguna parte.
—Devuélveme a mi hija.
—Has cumplido tu función, sucia humana.
Nicolette atacó a Remiel con el bisturí, pero este desapareció y re-apareció tras ella, sujetándola por la muñeca, obligándola a soltar el arma y reduciéndola. El resto de ángeles les alcanzó segundos más tarde, rodeando a la madre de la Elegida.
Dos Desianos empujaron a Nicolette hacia la granja humana de Iselia. Nicolette cayó de bruces al suelo y, pese a parar el impacto con sus manos esposadas, sintió un dolor indescriptible por todo el cuerpo. Uno de los Desianos se acercó y la levantó a la fuerza por el brazo. Nicolette le propinó un cabezazo que lo derribó al suelo. El otro Desiano trató de sujetarla rodeándola con el brazo y Nicolette le mordió en la mano con todas sus fuerzas, arrancándole un pedazo y escupiéndole a pocos metros.
—¡Desgraciada! ¡Lo pagarás caro!
—Ya me habéis quitado lo único que me importa —pensó Nicolette.
Las puertas de la granja humana se abrieron para dejar pasar a Lord Forcystus, un semielfo de cabellos verdes con un cañón en el brazo izquierdo y un parche en el ojo derecho. Contempló la escena con disgusto.
—Me preguntaba por qué estabais tardando tanto y mirad lo que me encuentro. ¿No os da vergüenza que una simple humana os dé tantos problemas?
—Eso mismo me pregunto yo —contestó Nicolette.
—Veo que tu lengua es igual de peligrosa que tú. Preparé un castigo especial para ti.
Frank no dejaba de contar los días desde que Remiel se había llevado a Nicolette. ¿Era normal que tardasen tanto? No lo sabía. No conocía a nadie más que hubiera sido padre o madre de un elegido. Por mucho que tratase de mantener su mente ocupada leyendo o manteniendo limpia la casa, la sombra de su preocupación era demasiado alarga. Estaba tan absorto en sus propios pensamientos que, cuando unos nudillos llamaron a la puerta, el corazón le dio un vuelco. Corrió a abrir a su visitante, deseoso de ver a Nicolette. Sin embargo, al otro lado de la puerta de madera no le esperaba su esposa sino Remiel. En sus brazos llevaba a una niña rubia de ojos azules envuelta en una manta.
—¿Qué ha ocurrido?
—Tu mujer no ha sobrevivido al parto.
Frank cogió a su pequeña en brazos y la apretó suavemente contra su pecho. Lágrimas silenciosas caían por su rostro.
—Colette —susurró.
La niña balbuceó y una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en el rostro de su padre. Frank retiró la manta y fue entonces cuando se percató de que Colette mantenía un puño cerrado. Frank miró a Remiel confuso en busca de una respuesta.
—Es el cristal Cruxis. Ha nacido con él. Tengo que llevármelo hasta que llegue el momento.
—En-Entiendo… —tartamudeó Frank.
Frank trató de abrir la mano de Colette, pero ésta se resistía con toda la fuerza de la que era capaz un recién nacido. Haciendo un esfuerzo con cuidado de no hacerle daño, Frank le abrió la mano a su hija y le quitó el cristal Cruxis para dárselo a Remiel. En cuanto el cristal Cruxis dejó su mano, Colette rompió a llorar.
FIN