The Legend of Zelda: Breath of the Wild ha sido sin duda uno de los juegos que más he esperado en toda mi vida. Recuerdo ese E3 de Nintendo donde Aonuma nos presentó esa pradera tan preciosa y ese Guardián tan interesante, así como el cambio de vestimenta de Link, lo que daba para infinidad de teorías (como acabaría pasando).
Para celebrar su futuro lanzamiento, me dispuse a realizar el #AñoZelda, un hashtag que usaría para comentar en Twitter cómo me iba pasando los juegos de la saga que me quedaban por jugar (principalmente los de NES, SNES y GameBoy), así como rejugar los otros que sí me había pasado. Y dos veces lo tuve que hacer dado los retrasos que sufrió el juego (por suerte para mejor).
Recuerdo ese 3 de marzo de 2017 como si fuese ayer. Me pusieron una clase práctica por la tarde en la universidad, cuando el repartidor de Amazon trajo la consola, así como una clase de conducir. Al terminarla, fui con esas prisas e ilusión que da comprar una nueva consola para instalarla, descargar la demo del Snipperclips y, por fin, disfrutar del juego que llevaba años esperando.
Mi primera experiencia fue de sorpresa, pero con sus toques de «uy, esto no termina de gustarme», como lo son los orbes de valía, que dividían las piezas de corazón con las de resistencia, provocando un resultado muy raro que no terminó de convencerme. Conforme iba avanzando seguía flipando por todo lo que el juego ofrecía y por todo lo que se podía hacer. Hasta que me di cuenta de algo.
Los objetos eran la tabla sheikav, la historia no era tan potente como el resto de juegos… Y las mazmorras eran una decepción, no por la cantidad, sino por la calidad. Y no digo con esto que las Bestias Divinas no tengan calidad, sino que la suya no me terminó de gustar. Pero, fuera de todo esto, lo disfruté como un enano y sigo haciéndolo, habiéndomelo pasado unas siete veces y una muy reciente desde la OLED.
Pero, cuando pensaba que todo estaría gris, llegó una sorpresa: Link’s Awakening, mi segundo Zelda favorito, recibiría un remake impresionante. Y más adelante, aunque siendo más bien una remasterización, estaría Skyward Sword HD, después del anuncio de la secuela de Breath of the Wild. Y aquí es donde entra el interés de los fans.
Con fecha de marzo de 2021, Link’s Awakening ha vendido 5,49 millones de copias (fuente), y en septiembre del mismo año Skyward Sword vendió 3,6 millones de unidades (fuente). Desde ese mismo mes Breath of the Wild ha vendido 24,13 millones de copias (fuente). Sabiendo que se tratan de un remake de un título en 2D, y otro una remasterización de un título en 3D, creo que son cifras muy muy respetables.
Mi pánico reside en qué vendrá después de la secuela. ¿Volveremos a ver otra secuela más del mismo juego? ¿Veremos un remake más fuerte de Ocarina of Time, por ejemplo? ¿Todos los juegos de Zelda serán igual de grandes (y esperemos menos monótonos) con la libertad absoluta que caracteriza a Breath of the Wild, consecuencia de una historia más simple que las demás?
No quiero hacer más larga esta columna de lo que ya es, pero sí quiero decir algo: no hay nada que temer por el futuro de The Legend of Zelda. No sé si habrás leído todo lo que he dicho antes o si, al entrar, has visto la negrita y has empezado a leer por aquí, pero así muy coloquialmente, habría que estar muy fumado para decir que Breath of the Wild ha matado a la saga.
Habrá asustado a muchos fans clásicos que no aceptan los cambios. Pero cuando uno es fan de Zelda, sabe disfrutar de todo lo que le dan y, a su vez, es capaz de ser crítico con lo que le gusta y lo que no. Igual, en un futuro, vemos un nuevo Zelda en 2D, igual vemos otro en 3D, igual es un remake. Igual, igual, igual.
Este no es un futuro que podamos controlar.